La sangre de mi cuerpo está quieta. La muevo un poco para que no se estanque y los recuerdos afloren, decididos a cortarme una vez más, pero no mucho porque tengo miedo de sentir ciertas cosas de nuevo y que todo sea inútil porque terminaría sufriendo una vez más. No tengo ganas de sangrar otra vez y por eso vuelvo, lentamente, a encerrarme en mi caparazón que protege todo lo que puede hacerme bien, pero que también me puede lastimar. Y entonces me inyecto anestesia, me quedo un rato quieta y me olvido, por un rato, de sentir.
10 de diciembre de 2010, 21:58hs.
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